La historia se desarrolla muchos años atrás en la zona del Hipódromo (cuentan que sucede en todos ellos), cuando aún no se soñaba con reformar el lugar y el siglo abandonaba impertérrito sus primeras décadas. Cuatro amigos vuelven a pie de un cumpleaños, muy tarde en una noche fría, cuando se topan con la parte posterior del complejo. Cansados, deciden acortar camino saltando el muro y atravesando las instalaciones del hipódromo. Al avanzar en el camino, la noche comenzó a cerrarse lentamente sobre ellos. Aunque la luna brillaba, las sombras de las añejas instalaciones se alargaban y creaban conos de sombra y figuras fantasmales, entremezclándose con una niebla espesa que hacía difícil cualquier tipo de orientación.
Detrás de esa inmensa nada generada por las sombras y la niebla, oyen un ruido amortiguado y lejano. Intermitentemente, el sonido crecía de intensidad, asemejando unos cascos de caballos. Después de cada silencio súbito, reaparecía lo que ahora era un inequívoco galope, cada vez más fuerte.
Los cuatro amigos, asustados, advirtieron en voz alta al presunto jinete, pero cada vez que alzaban la voz el ruido callaba y surgía en otro lado. De improviso, un espantoso relinchar les heló la sangre, proveniente de un lugar indeterminado y cercano entre los jirones de niebla. El susto fue tan grande que treparon el muro más cercano con la facilidad de medallistas olímpicos, huyendo del hipódromo.
En la calma de sus hogares, dos de los amigos, avergonzados por su pánico irracional y atribuyéndolo a la borrachera de la fiesta, deciden investigar a fondo lo sucedido. Tres noches más tarde juntan el valor para volver a cruzar el muro a la misma hora y comprobar con sus sentidos lo que realmente sucede allí. Al principio, la calma que reina en el Hipódromo en aquella noche invernal y neblinosa parece darles la razón, pero un tiempo después vuelve a surgir aquel sordo golpeteó de las herraduras. Esta vez, sin embargo, el ruido creció en violencia e intensidad a un ritmo casi demoníaco. Los cascos de caballos se multiplicaban por todas partes y relinchos salvajes lastimaban los oídos, tan cerca que uno creía posible tocar los caballos y sentir el viento provocado por sus cuerpos. Enloquecidos de miedo, los dos compañeros no atinan a otra cosa que correr desesperadamente sin rumbo alguno, perdiéndose en su camino.
En el colmo de su horror, ciegos por el terror y la noche hermética se topan en el camino con una figura enjuta, que resulta ser el anciano vigilante del lugar. Amablemente, el sereno los tranquiliza y les pregunta qué sucede. Al escuchar la historia poca es la sorpresa del viejo, quien confiesa que ha escuchado los sonidos de los animales innumerables veces a lo largo de los años. Ante su estupor, el anciano narra que se trata de las almas de los caballos que eran gravemente lesionados en las carreras y posteriormente sacrificados por los peones, que los ahogaban en una piscina que ya no existe.
En la noches oscuras, las almas de los equinos reiniciaban la interminable carrera en la que sus cuerpos habían hallado finalmente la muerte.
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